viernes, noviembre 21, 2003

Soñé con Kafka. Se me aparecí­a en mi antiguo lugar de trabajo, un canal de televisión cultural. Entendámonos. Una oficina más de la burocracia mexicana que, Dios lo sabe, es vasta y rica. Veía yo la pantalla de la computadora y el rostro con orejas imposibles irrumpía en mi campo de visión. Lo miraba y él me miraba, sin decir nada. Se sentaba en mi escritorio, cruzaba los brazos y miraba al techo. Después de un largo silencio, comprometido por las miradas interrogantes de mis compañeros de trabajo, que no comprendí­an que hací­a Kafka, tan insigne y tan buen escritor, sentado a mi mesa, el autor extendí­a un dedo hacia el cielo y sonreí­a, exactamente como hace el San Juan Bautista de Leonardo Da Vinci, como diciendo: "cualquier imbécil sabe que la verdad está por llegar". Luego se aclaraba la garganta y me hablaba:
-¿Qué se supone que hace usted aquí­?
-Escribo noticias -le respondí­a yo-, cientos, al por mayor.
-Ese es el problema -decía él, aumentando su sonrisa y enseñando un gesto que explica algo así­ como "ya lo sabí­a"-, usted es un burócrata a medias. Cree que hacer su trabajo todo con el mismo grado de indiferencia y mediocridad lo acredita para despreciarse a sí­ mismo, para llamarse un verdadero esclavo de una máquina hambrienta...
-Sí­ -le digo yo.
-Pues no -continúa Kafka-. Lleve usted su trabajo, por ínfimo, despreciable y mecánico que sea, a un nivel de calidad y esmero máximos. Hágalo despreciable y bien hecho y entonces será usted un burócrata digno.
-¿Digno de qué? -le preguntaba yo, cada vez más irritado por las miradas de mis compañeros que seguro pensaban que Kafka se habí­a vuelto loco por dirigirse a mí­, que hacían gestos como diciendo: "pero tú qué le podrías estar diciendo a Kafka, tú qué le puedes contar?".
-Digno de cerrar el escritorio a las seis de la tarde, regresar a casa y abrir el otro escritorio, donde espera ese altero de hojas donde por las noches escribes ficciones.
En este punto Kafka se rí­e. Luego llora. Luego vuelve a reir, pero esta vez me da miedo, parece que está al borde del colapso. Tose, su mano tiembla cuando toma mi pluma fuente y se la guarda en el saco. No piensa ejemplificar nada con mi pluma, se la está robando en mis narices. Me dice despuás que lo siente, que ha querido darme ánimos pero que él sabe y yo sé que la cosa no tiene remedio, que todo está podrido desde el principio, que si alguna vez escribí algo fue para demostrar que lo había­ intentado todo, pero que no tengo remedio, que nunca podré, siquiera, diseñar diagramas de seguridad laboral como hacía el, que por favor deje de excusarme con su ejemplo y acepte que sólo soy un burócrata, que deje de invocarlo en mis conversaciones de cafetí­n y, sobre todo, en mis sueños, que hay verdaderos escritores que lo necesitan por la noches, que la pluma es sólo una módica paga por la tensión psicológica que le he producido y que me despierte de una vez. Un compañero de trabajo rí­e escondido tras una columna, ha escuchado el regaño de Kafka.
Efectivamente, me despierto, debo ir a trabajar, las noticias no esperan, y menos las de caracter cultural. Por más que busco la pluma me es imposible dar con ella.

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